Palabras, palabras, palabras... No dejamos de
soltarlas por nuestra boca como si no importaran nada. Y, sin
embargo, la palabra tiene un poder en el que la mayoría nunca se ha
parado a pensar.
Las palabras pueden doler, pueden reconfortar,
pueden hacernos ganar confianza o convertirnos en el mayor de los
cobardes. ¿No eran las palabras de tu madre las que te hacían
sentir mejor cuando el día había sido pésimo? Sin olvidar, por
supuesto, que aquella noche cenabas canelones. ¿No son las palabras
del entrenador de un equipo deportivo las que infunden aplomo y valor
a éste antes del partido? Y de las palabras que pueden salir
despedidas a propulsión cuando estamos enfadados, mejor ni comentar.
Arma letal.
¿Pero por qué tienen ese poder tan inmenso las
palabras? La respuesta es obvia: Porque nosotros mismos hacemos que
lo tengan. Somos nosotros quienes damos sentido y significado a lo
que decimos, oímos, escribimos o leemos. Es increíble que una cosa
tan intangible pueda ser tan fuerte. Quizá habremos escuchado mil
veces la palabra Dios, y para nada esas mil veces la habrás
oído de la misma forma. En cada ocasión habrá querido tener un
sentido distinto, ya sea en la iglesia, en una canción o en un
suceso impactante.
Y lo mismo pasa con el significado. Un ejemplo:
¿Significa algo especial para vosotros la palabra vereda? Es
bastante probable que no. Una vereda, un caminito angosto,
seguramente empedregado. Pues vereda es
una palabra que me gusta especialmente. Para mí significa
tranquilidad, felicidad, algo bonito. Quizá porque me recuerde a mi
infancia, paseando por caminos estrechos y largos, que nunca se sabía
a dónde iban a parar. Quizá porque el título de una de mis
canciones favoritas se llame La vereda de la puerta de
atrás. Sea por lo que sea, es
una palabra que tiene un significado para mí, en este caso positivo.
Por esto es por lo que pienso que algo que siempre deberíamos
recordar es que las palabras, de alguna forma, tienen peso. Y creo
que por hoy me dejo de tanto palabrerío.
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